domenica 12 settembre 2010

culturas liquidas en la tierra baldía

  Roger Bartra


culturas liquidas en la tierra baldía

(in corso di traduzione)

Sobre el otro, el extranjero, el transterrado...

Por Roger Bartra  
Volvemos a publicar este ensayo de Roger Bartra, tan vigente como el día que lo publicamos en el número 1 de Replicante, que vio la luz en octubre de 2004.


Roger Bartra






Un mundo agónico y moderno

La modernidad que se consolida en los siglos XIX y XX tiene la apariencia pétrea típica de las construcciones nacionales que pretendieron consolidar sociedades homogéneas donde los individuos quedaban incrustados en sistemas de valores relativamente estables. Por ello me gustan las imágenes del gran poeta T.S. Eliot para describir la crisis que va fracturando a la modernidad durante el siglo XX hasta alcanzar la tierra baldía de la posmodernidad:

¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen
En estos pétreos desperdicios?

Eliot describe la tierra parda y árida de un mundo agónico y moderno que espera la lluvia que lo ablande. La peculiar amalgama de conservadurismo y modernismo le dio a Eliot una extrema sensibilidad ante las tensiones culturales de su época.



T.S. Eliot

El poema de Eliot es una queja amarga que mezcla las imágenes de una tierra muerta con las del agua que remueve las turbias raíces. Nadie puede adivinar cuándo florecerá el cadáver plantado en el jardín de la modernidad tardía ni qué ramas podrán brotar de la roca sólida. El poema de Eliot oscila entre lo pétreo y lo líquido, entre la tierra sedienta y la lluvia, entre la roca y el agua. Si seguimos el juego metafórico, podemos preguntar: ¿qué clase de cultura líquida se derrama por las grietas del terreno seco de la modernidad? La posmodernidad ha traído flujos sociales que alientan formas inestables de empleo, responsabilidades económicas que huyen de los territorios delimitados, movilidades globales que viven en la incertidumbre, oleajes y vaivenes políticos que no respetan las soberanías estatales antiguas, derramas de población que provienen de remolinos caóticos en la periferia del mundo. Sin duda se está expandiendo una nueva forma de vivir. Una burbujeante política posdemocrática comienza a empapar a la sociedad, que se ve dominada por una creciente irresponsabilidad húmeda y blanda.

Autóctonos y transterrados
Uno de los fenómenos más característicos de esta condición es la zozobra provocada por los flujos migratorios y las diásporas. En las sociedades industriales desarrolladas vemos un gran crecimiento de los estratos culturales desterritorializados. Enormes franjas de inmigrados extienden su manto y provocan tensiones en la población autóctona que siente su solidez amenazada por la presencia de otredades necesarias pero inquietantes. Los transterrados viven su condición como una paradoja que aúna las esperanzas de infiltrarse a una nueva vida con las amarguras del destierro. Los inmigrados en los países desarrollados del mundo constituyen una masa de más de cien millones de personas, lo que significa casi 9% de la población. Son como un inmenso bloque demográfico que se derrite sobre la sociedad. En Europa occidental la población de inmigrados llega a más de 10 por ciento y en Estados Unidos rebasa el 12. Esta otredad interior da lugar a procesos culturales y políticos, a veces espectaculares, que superan con creces la importancia demográfica del fenómeno. Aun en países con porcentajes relativamente bajos de inmigrados, como España (poco más de 3 por ciento), podemos observar cómo la sociedad teje en torno del extranjero una densa red de miedos y mitos. El efecto cultural y psicológico de esta alteridad interna aumenta considerablemente en países donde alcanza alrededor de 10 por ciento, como Alemania, Francia y Suecia, y llega a ser impactante en lugares como Australia y Suiza, donde una cuarta parte de la población tiene origen extranjero. Estas cifras se refieren únicamente al núcleo duro cuyas existencias son cuantificadas por las estadísticas. No incluyen a grupos de antigua residencia cuyo territorio carece de autonomía ni a los inmigrados y sus descendientes que ya gozan de ciudadanía. Si los sumamos, el peso relativo de las alteridades interiores aumenta considerablemente.

Culturas líquidas
He querido señalar muy escuetamente el sustrato socioeconómico de la eclosión de los espectaculares procesos culturales que alimentan los mitos modernos sobre la otredad y el extranjero. Lo que me interesa ahora es la extraordinaria expansión de la mitología relacionada con las culturas que carecen de base territorial. Las llamaré culturas líquidas. La imaginería vinculada al extranjero y al otro no es un fenómeno nuevo: los mitos de la alteridad se han ido acumulando como estratos hasta nuestros días y han formado estructuras culturales muy complejas. Los procesos migratorios han amplificado los mitos y les han dado una nueva fluidez.


Zygmunt Bauman

Esta alteridad interna, junto con sus mitos, es una de las manifestaciones más visibles de las culturas líquidas que empapan a la sociedad posmoderna, que humedecen a la pedregosa tierra baldía. Quisiera creer que las metáforas poéticas de Eliot inspiraron las imágenes de Zygmunt Bauman, el sociólogo polaco que ha contrastado la sólida modernidad tradicional, donde los hombres se aferran a sus raíces, con la modernidad líquida como época fluida y móvil donde predominan el desarraigo y la desterritorialización.2 Yo prefiero usar las metáforas de Eliot sobre la tierra baldía para referirme a la posmodernidad y reservo la idea de liquidez para señalar la nueva derrama de otredades que ocurre en el seno de las sociedades actuales. A partir de esta idea quiero esbozar una aproximación antropológica a los mitos que giran en torno de las culturas líquidas de la alteridad.
Los antropólogos estamos especialmente interesados en las formas míticas en que se construye culturalmente la idea de la otredad. En general nos desplazamos a regiones remotas alejadas de la civilización metropolitana para investigar las formas en que se establece la imaginería sobre el extranjero. A contrapelo de esta tradición, quiero proponer una expedición antropológica no a las regiones marginales, sino al corazón mismo de los poderes occidentales. Quiero además advertir que aquí me interesarán solamente las manifestaciones míticas de la otredad y su relación con la llamada “civilización occidental”. No exploraré las ideas hermenéuticas que buscan la unidad de conciencia entre el Uno y el Otro (Hans Georg Gadamer) en un proceso de fusión de horizontes o de apropiación de lo ajeno. Otras perspectivas (Jacques Derrida), por el contrario, han dado como un hecho establecido el carácter irreductible —aunque sublime— de la separación y la diferencia. Un punto de vista distinto (Julia Kristeva) supone que el otro es la proyección de nuestros miedos inconscientes o de la bestia que llevamos dentro. Así, el otro se convierte en un monstruo. O bien puede ser la proyección de nuestros deseos reprimidos y, en consecuencia, el otro adopta una forma divina o heroica. El extranjero también puede ser contemplado como un chivo expiatorio (René Girard) sobre el que recaen las culpas de nuestros desastres, desórdenes o crisis.
Los extensos mantos de alteridad interior ya no invocan la imagen individual y casi heroica del Otro que era evocada por filósofos y psicoanalistas como una de las claves de la condición humana. Tal vez podríamos ubicar el famoso relato de Camus, El extranjero, como una pieza emblemática del puente que unía las tradiciones existencialistas y psicoanalíticas de raíz decimonónica con el auge del estructuralismo en las ciencias humanas del siglo XX. En ese relato Camus revela que el yo —enfrentado a un mundo absurdo y sin sentido— es en realidad un extranjero. El ego occidental, presentado con orgullo como el centro del mundo y enfrentado a otredades bárbaras e incivilizadas, aparecía como un yo forastero y angustiado. Para la antropología es evidente que en torno de los otros existe una especie de halo o aura especial que va más allá de la definición de identidades tribales, étnicas, nacionales o personales: un halo que señala a aquellos seres ajenos, extranjeros y bárbaros, que se hallan fuera del círculo propio del ego, sea éste entendido como un enjambre colectivo o como una partícula individual. Ese halo peculiar había sido abordado como expresión del inconsciente reprimido, como arquetipo del inconsciente colectivo, como herida psíquica ante el espejo, como expresión de la incongruencia fundamental del mundo y como figura en el teatro cotidiano del absurdo.
Una primera aproximación al otro, a este nuevo extranjero de la cultura líquida, indica que se trata de un conjunto de símbolos que tienen en común la idea del alejamiento de un sujeto con respecto del mundo que lo rodea, como si sufriera la atracción de un astro lejano cuya luz lo bañase con esa aureola que nos produce la sensación de extrañeza. Ese conjunto de símbolos forma una suerte de fluido cultural que refleja la alteridad o la extranjería. Podría decirse que se trata de espejos líquidos que reflejan las inquietudes por la presencia masiva de otredades interiores. Quiero referirme a seis espejos líquidos que se han derramado durante los últimos dos siglos en la sociedad occidental. Estos espejos conforman los planos de una especie de cosmografía de la alteridad. Para ello partiré de los puntos cardinales como referencias simbólicas.

Espejos líquidos


Si miramos hacia el Este contemplaremos el espejo de la otredad oriental, esa extraña mezcla de imágenes románticas y monstruosidades políticas que vienen del pasado mítico. En el Oriente hay sensibilidades eróticas diferentes, sátrapas, antiguas sabidurías y perversiones refinadas. También de allí vienen oleadas migratorias de turcos, paquistanos, chinos o árabes. Llega asimismo la influencia del budismo zen, el yoga y los gurús indios, así como el miedo a los déspotas orientales, desde los sultanes otomanos y los emperadores manchúes hasta las diversas dictaduras encarnadas en Saddam Hussein, Pol Pot, Suharto o el sha Reza Pahlevi. Edward Said ha descrito en un libro admirable el orientalismo europeo (Orientalism, 1979). Nerval y Chateaubriand alentaron la imaginería orientalista y después Nietzsche consolidó una influyente actitud filosófica que unió la antigüedad clásica con el Cercano Oriente, a Dionisos con Zaratustra.

Si ahora dirigimos nuestra mirada a un Sur interior e imaginario veremos allí las míticas figuras de los salvajes, seres primitivos que viven una existencia tosca y bestial, carentes de los refinamientos orientales, pero tan extraños como los míticos habitantes de Catay, los sultanes de las Mil y una noches o las sensuales odaliscas turcas. Los salvajes no están sumergidos en la nebulosa fantasía del Oriente, sino en las oscuras y peligrosas selvas, los desiertos y las montañas. Pero también son un flujo de emigrantes africanos, con extrañas costumbres tribales y lenguas incomprensibles, que llegan a las costas mediterráneas en busca de trabajo. O los miles de latinoamericanos que cada año llegan a Estados Unidos. Los famélicos emigrantes se confunden, en el espejo líquido de la imaginación, con los míticos calibanes y yahoos que escapan del corazón de la oscuridad que describió Conrad en su famosa novela.

Del Norte, desde la Antigüedad y la Edad Media, se descuelgan oleadas agresivas donde rudos escitas y bárbaros germanos amenazan a la civilización. Coetzee ha representado en una extraordinaria novela, Esperando a los bárbaros, los miedos ancestrales frente a indefinibles amenazas nórdicas, eslavas o germánicas que se ciernen sobre la civilización.

En esta rápida exploración hay otro rumbo, otra ruta hacia la lejanía. En la geografía de las otredades la historia avanza hacia el Oeste y atraviesa en peligroso equilibrio por un punto —el ego occidental— ubicado entre los salvajes crueles del Sur y las hordas bárbaras del Norte. El porvenir imaginario y fantasioso ubicado en el Oeste está tan plagado de alteridades como el pretérito oriental. Pero aquí el fulgor de la otredad proviene de supertecnologías desconocidas, de fenómenos cibernéticos hipersofisticados y de formas de robotización cuyas expresiones emblemáticas se encuentran en el Extremo Occidente, en unos Estados Unidos míticos en cuyos sueños y pesadillas habitan los arquetipos posiblemente más radicales del Otro y del Extranjero: los seres híbridos robotizados como los cyborgs, los extraterrestres y los superhombres o superhéroes de la ciencia ficción. Los referentes reales de esta encarnación futurista ultraoccidentalizada son poco precisos, pues este mito vive sobretodo en un mundo imaginario. Acaso los centros de investigación o experimentación científica y tecnológica asociados a los enclaves militares y de inteligencia pueden ser un ejemplo de su enigmática presencia en la sociedad.

En esta cosmografía de la otredad nos falta por mirar hacia otras direcciones. Si dirigimos los ojos hacia el zenit, hacia arriba, podremos contemplar cómo del cielo nos llueven místicos que pretenden estar en comunicación con los dominios celestiales: iluminados, alumbrados, ilusos, melancólicos y profetas perdidos en la noche oscura, lunáticos y saturninos que predican con fervor exótico las bondades de la luz verdadera. Formas blandas y aparentemente benévolas de la locura se mezclan, en esta otredad angélica, con los fanatismos y fundamentalismos más radicales de ayatolas, unas veces imaginarios y otras muy reales y amenazadores.

El punto opuesto al zenit lo hallamos hacia abajo, rumbo al nadir de las alteridades malignas. En las profundidades subterráneas, en el infierno, existe el imperio mítico del mal —en el que cree firmemente el presidente Bush—, un pozo que no sólo se traga a los pecadores, sino que desde sus cavernas emana la otredad malvada de los terroristas, los criminales, la locura furiosa y el erotismo desenfrenado.

El miedo a los bárbaros
La cosmografía imaginaria que he descrito revela la presencia de un torbellino heterogéneo de corrientes ubicado en el corazón mismo de las sociedades posmodernas. Estoy convencido de que se trata de un proceso de gran importancia que se conecta con los ejes de la globalización y la nueva situación política surgida tras el fin del mundo bipolar en 1989. Podría afirmarse que el 11 de septiembre del 2001 es el símbolo dramático de los nuevos flujos políticos y culturales, pues la destrucción de las torres gemelas en Nueva York y el ataque al Pentágono son la más extrema agresión jamás realizada por fuerzas de la otredad contra el establishment occidental. Después de este acto trágico cunde el miedo a unos bárbaros y salvajes, poseídos por un maligno furor místico, que caen como una plaga de terroristas extraterrestres sobre los centros más significativos del poder global. Con ello se fortalecen las tendencias posdemocráticas que habían comenzado desde hace decenios a compensar los déficits de legitimidad política mediante la creación de formas no electorales de fortalecer la gobernabilidad. En realidad los flujos propios de la otredad interior han estado tejiendo desde hace mucho esas peculiares redes imaginarias de la legitimación no democrática que cada vez se extienden más en Europa y Estados Unidos. Estas redes se caracterizan por una confrontación, en parte real y en parte imaginaria, entre dos polos: las fuerzas hegemónicas que representan la normalidad y la estabilidad enfrentadas a las mil caras de la otredad enemiga del orden establecido. Con la desaparición de la amenazadora alteridad comunista ha aumentado la necesidad de buscar e inventar nuevos enemigos. Podría pensarse en otra bipolaridad mítica: la que opone la tierra baldía de la posmodernidad a las otredades líquidas. La tierra baldía de Eliot —waste land— es una idea compleja y polisémica que no sólo se refiere a un espacio inútil y yermo. Se refiere a la vastedad del derroche, la inmensidad de lo superfluo, el vacío después del consumo, las sobras del banquete. Se trata de una visión que muchos inmigrantes tienen de la tierra que los recibe, pero también refleja los sentimientos de algunas formas de pesimismo cultural en Occidente.


Pero no todo ocurre en las nubes de la imaginería política. El siglo XXI contempla situaciones nuevas y desconocidas que todavía no sabemos entender. El mundo de las naciones-Estado se está disolviendo. Los ejes centrales de la economía se van desplazando hacia la producción de mercancías blandas y servicios. La producción tradicional de objetos (automóviles, tejidos, artefactos) se desplaza hacia la periferia y en las regiones hegemónicas crece la economía ligada a las nuevas tecnologías y a la informática. La urbanización se expande y adquiere dimensiones que se adaptan a las nuevas formas de empleo que ya no requieren de la vieja ciudad industrial metropolitana. Los sindicatos languidecen, la jornada de trabajo semanal se reduce, el desempleo y el tiempo libre crecen y se confunden. En este contexto aumenta la presencia masiva de los sectores de inmigrados y de ciudadanos descendientes de extranjeros, que conforman los espacios culturales líquidos. La condición líquida denota tanto su carencia de tierra como su origen fluido y su condición inestable. Estas culturas líquidas son un fenómeno que ocurre en el seno de la sociedad contemporánea: no son un resabio del pasado ni el advenimiento de una nueva época. Expresamente quiero evitar la idea de que estamos ante la continuación, en territorio occidental, de una guerra entre civilizaciones.
No es mi intención examinar aquí estos nuevos procesos. Lo que pretendo es reflexionar sobre la imaginería que se desprende de ellos, pues me parece que nos descubre aspectos significativos y reveladores. Uno de ellos es la popularización del relativismo cultural y de las visiones multiculturalistas. Se ha querido estimular y poner en marcha un proceso de “recuperación” de las identidades propias de los diversos fragmentos de las franjas de población que ha abandonado sus territorios originales o cuyas tierras ancestrales han sido invadidas por la cultura mayoritaria y hegemónica. Así, surge aparentemente la necesidad imperiosa de las culturas sin territorio de reconstruir una memoria o una tradición. De alguna manera se vuelve a plantear un problema antiguo. En el siglo XIX la historiografía romántica contribuyó a consolidar las identidades nacionales que emergían en Europa. Estamos demasiado deslumbrados por la idea de que el romanticismo fue una reacción conservadora contra la modernidad capitalista y hemos perdido la sensibilidad para reconocer la gran importancia del delirio del Yo romántico en la consolidación de la memoria moderna. Como señalé al comienzo, las angustias reflejadas por el psicoanálisis y el existencialismo formaron parte de la construcción del ego occidental. ¿Se está repitiendo el proceso en el seno de las culturas líquidas? ¿Es posible que las culturas desterritorializadas recuperen, mediante la reconstrucción de las tradiciones históricas, la memoria de la identidad que han perdido?

El arte de la memoria
Con el objeto de reflexionar brevemente sobre este problema, me gustaría rescatar una historia antigua, contada por Cicerón, para ilustrar la importancia del arte de la memoria, la mnemotecnia.3 En cierta ocasión, un noble de Tesalia, llamado Scopas, contrató al famoso poeta Simónides —conocido además por ser el inventor de la mnemotecnia— para cantar un poema lírico durante un banquete en honor del poderoso anfitrión. Simónides dedicó la mitad de su poema al noble, pero el resto fue una loa de los héroes gemelos Cástor y Pólux. El varón noble le advirtió a Simónides que sólo le pagaría la mitad de lo convenido por el panegírico y que podía cobrar el resto a los gemelos divinos a los que había exaltado. Poco después, durante el fastuoso banquete, le llevaron al poeta un mensaje avisándole que dos jóvenes que querían verlo lo estaban esperando afuera. Se levantó y salió a la puerta, pero no encontró a nadie. Mientras estaba afuera el techo del salón de banquetes se desplomó y aplastó a Scopas y a todos los invitados, que quedaron tan mutilados que sus familiares no los pudieron reconocer. Sin embargo, Simónides, gracias a su arte, recordaba exactamente los lugares que ocupaban los invitados y con ello pudo ayudar a que los parientes recuperasen a sus muertos. Los inmigrantes buscan algo parecido: quieren que la memoria de un pasado en ruinas se conecte con el futuro para permitir el duelo de los familiares y descendientes. Pero cuando el futuro se convierte en presente las ruinas siguen allí y se hace evidente que las cosas del pasado no hablan por sí mismas. Es necesario descifrarlas para que los vivos puedan reconocer a los muertos.
La anécdota de Simónides nos permite también señalar los problemas de la tradición. La construcción de una memoria es una elaboración teórica que nos enfrenta a la inquietante pregunta: ¿qué clase de cultura es necesario recuperar y cuál es mejor olvidar? Estamos ante un curioso retorno de las preocupaciones románticas, un regreso de los intentos por descifrar el enigma del Yo. Aunque la historiografía científica moderna ha pretendido dejar que se extinga el Yo para dejar que las cosas hablen solas, no ha logrado escapar de lo que me gusta llamar la maldición cartesiana: para que la realidad de las cosas —pasadas y presentes— llegue al escenario de la conciencia debe haber un homúnculo espectador —como Simónides— que contempla y manipula el teatro interno de la memoria. En el papel de Simónides hoy aparecen antropólogos, historiadores, sacerdotes o políticos que se erigen en espectadores e intérpretes de la memoria perdida. Pero podemos comprender que si Simónides hubiese simplemente inventado la posición de cada persona en el banquete, el resultado sería el mismo: los herederos podrían realizar sus labores de duelo, aunque las lágrimas no cayesen sobre los restos correctos. ¿Quién podría darse cuenta? Claro que siempre pueden llegar unos arqueólogos aguafiestas a denunciar el infundio…
El ideal de los historiadores modernos pretendía establecer una relación directa y sin mediaciones con el pasado para dejar que el yo occidental supuestamente se construyese a sí mismo. Pero la maldición del homúnculo cartesiano condenó al fracaso el proyecto: se ha señalado no sin angustia que una teoría contiene un homúnculo a partir del momento en que la explicación del proceso de gestación de una memoria consciente acude al mismo proceso que requiere explicación. Es la pesadilla de los científicos que intentan explicar los mecanismos neurológicos de la memoria: de una u otra forma recurren a la presencia de un homúnculo animado —el alma, en Descartes— que examina los archivos, pues las fuentes de la historia y del conocimiento tal vez hablan o emiten imágenes, pero están sordas y ciegas ante sí mismas. Siempre que se intenta una representación del pasado aparece el problema del homúnculo que la contempla. Las fuentes, tal vez, incluso cantan: pero ellas no escuchan su propia melodía: alguien tiene que oírlas e interpretar el canto. Y ese alguien es precisamente el Ego moderno, el gran homúnculo de la occidentalidad.
Ante estas dificultades surge una curiosa tendencia relativista en el proceso de reconstruir un pasado ligado al territorio del que se ha escapado y que se ha perdido. Hay una amarga renuncia a explicar los hechos pasados por sí mismos: ahora sólo se explican los comentarios y las interpretaciones que se han hecho de ellos. Es como si los homúnculos encargados de leer las fuentes se hubiesen multiplicado. Según esta idea, los hechos históricos sólo pueden ser entendidos por medio de las imágenes y las representaciones que otros han hecho, especialmente en textos. Simónides, que conoció y memorizó el lugar de los personajes aplastados por el peso de la historia (es decir, del techo que les cayó encima), no sería el verdadero historiador: lo serían en cambio Cicerón, que interpreta la historia del poeta memorista, y los comentaristas posteriores que nos comunican en sus textos no sus percepciones, sino sus opiniones: opiniones empapadas de la representación que sus sociedades hacen de sí mismas.
Un Simónides moderno podría ser un cronista invitado por las autoridades portuarias de Nueva York a leer una loa del puerto, como símbolo de la recepción de inmigrantes y extranjeros, en un banquete con representantes de diversas comunidades étnicas y religiosas en el World Trade Center el 11 de septiembre fatídico. Si, salvado por unos heroicos gemelos, celosos de las altísimas torres, describiese después de memoria la disposición contingente de los invitados en el banquete multicultural, ¿qué podríamos hacer con ese documento? ¿Qué valor tendría? Tal vez no tiene valor alguno antes de que el documento del cronista, publicado en el New York Times, levante —digamos— una polvareda de opiniones y críticas: es en esta nube de polvo contaminado donde prefieren respirar los historiadores que intentan recuperar las tradiciones perdidas.
El espíritu de la colmena
El ideal historicista buscaba lograr la desaparición del Yo en la polvareda para que el cúmulo de textos permitiese que los hechos históricos hablasen por sí mismos. En contraste, los relativistas y multiculturalistas están muy lejos de querer borrar el ego cartesiano del historiador que encarna la identidad del grupo, el espíritu de la colmena. El desafío, por consiguiente, es la construcción de una narrativa teleológica, donde el sentido del pasado es producido a partir de sucesos posteriores. Así, la representación de un acontecimiento se convierte en la llave para entrar a un espacio histórico anterior. Aquí hay un peligro: ¿no estamos construyendo un palimpsesto sistémico que sobrepone representaciones sobre representaciones, en un proceso infinito de regresión donde siempre hay un observador que observa al observador, a su vez observado por otro más, en una sucesión sin fin?4


Volvamos al ejemplo de Simónides: me pregunto si podemos esperar que dioses generosos, capaces de adivinar el futuro, intervengan de vez en vez para salvar a algunos historiadores y poetas de su destino, para que con sus artes y sus escritos se conecten con el pasado. La dificultad radica en que dioses como Cástor y Pólux no existen en los tiempos modernos y, por lo tanto, no pueden intervenir para salvar a las culturas líquidas del desplome del techo.

Carnaval de identidades
Los mitos de la otredad interior son diferentes: crecen de manera espectacular en torno de las culturas líquidas. Lo que me parece fundamental de esta imaginería mítica es el hecho de que forma parte de un proceso político legitimador de las sociedades actuales. La otredad interior es una amenaza controlada, un peligro útil, una agresión aprovechable. En suma, un fluido fértil que enriquece a la tierra vasta, tanto en su significado estricto de aportar fuerza de trabajo necesaria como en su sentido político más amplio de estimular la cohesión y la legitimidad. Vistas desde este ángulo, las culturas líquidas son aprovechadas tanto si se manipulan como flujos de mano de obra o como foros sociales mundiales de protesta contra la globalización en Porto Alegre o en Bombay.
La solución de los problemas que afectan a las culturas líquidas no se encuentra en la forma tradicional de configurar identidades potentes sobre territorios soberanos. No hay condiciones para ello, y pareciera temeraria e inútil toda empresa política encaminada a transitar los viejos senderos del nacionalismo. La reconstrucción de la memoria se vuelve un acto de duelo sobre las ruinas de una historia dislocada. Al mismo tiempo, estas culturas sin territorio tampoco parecen encontrarse en rápido proceso de desintegración, mestizaje y fusión. Se trata de culturas en vilo, oscilantes, que no logran fundar un superego definido y sólido ni tampoco se disuelven en el terreno de la cultura hegemónica. Viven en un estado líquido latente, de lentísima absorción e imposible solidificación. Las culturas líquidas adoptan la forma del vaso que las contiene: la sociedad en que se alojan.
El problema es que la sociedad nacional posmoderna es un vaso contenedor que se resquebraja, tiene filtraciones, gotea y amenaza con derretirse. La masa de ciudadanos “normales”, que no tiene un origen “extraño” y que aparentemente no sufre problemas de identidad comienza a parecerse a la condición líquida de los “otros”. Diversos estudios han mostrado que la individualización extrema se asocia a una volatilidad de las costumbres y a un carnaval de identidades cambiantes. Hay una inestabilidad de empresas e instituciones que propicia nuevas formas de trabajo. Muchas carreras laborales tradicionales, enmarcadas en fábricas y oficinas localizadas, centralizadas y jerarquizadas, son sustituidas por circuitos de empleos sucesivos. Ahora parecen carreras de obstáculos variables sin continuidad, sin un final discernible y sin localización estable. Al parecer un sector imporante de los asalariados aborígenes y de raíz antigua vive un estado de zozobra en circuitos nomádicos. Por otro lado, es sintomático que algunos empresarios hayan expresado en el Foro Económico Mundial de Davos a fines de enero del 2004 que el carácter que podría llamarse líquido, desterritorializado, viscoso y elástico de la organización terrorista que encabeza Bin Laden pueda ser un modelo de eficacia para las grandes corporaciones que necesitan de estrategias flexibles para las fusiones y adquisiciones. No deja de ser sorprendente que los empresarios aprendan del terrorismo y que el proletariado tradicional aprenda de los inmigrantes.5
En suma: la posmodernidad tiene la apariencia de un extraño territorio seco, árido y resquebrajado. La imagen de tierra baldía me parece adecuada. Quiero terminar con unos versos de Eliot que parecen premonitorios. Como se verá, sólo le faltó mencionar Nueva York. Pero allí están los salvajes enmascarados, las fracturas posmodernas, la tierra sin fronteras, las urbes fantasmales y las torres derrumbadas:
Qué sonido es ése que se oye en la altura
Murmullo de lamento maternal
Qué hordas encapuchadas son esas que hormiguean
Por llanuras infinitas, tropezando en las grietas
De una tierra limitada por el raso horizonte
Qué ciudad es esa sobre las montañas
Chasquidos y reformas y llamas en el aire violeta
Torres que se derrumban
Jerusalén Atenas Alejandría
Viena Londres
Irreales ®
Notas
1. The Waste Land, vv. 19-20, traducción de Agustí Bartra.
2. Liquid modernity, Cambridge: Polity, 2000.
3. Cicerón, De oratore. Véase sobre este tema el bello libro de Frances A. Yates, The Art of Memory, Londres: Routledge & Kegan Paul, 1966.
4. Véanse al respecto las reflexiones de Guillermo Zermeño, La cultura moderna de la historia. Una aproximación teórica, El Colegio de México, 2002, p. 132.
5. El País, “Los empresarios aprenden de Bin Laden”, 23 de enero de 2004, p. 7.
6. The Waste Land, vv. 366-376.



Alias del manifesto   - - - -
© Javier cercas - "Print the legend" 


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